No había acabado de llover cuando me di cuenta que ya había caminado como 4 cuadras bajo aquel manto fresco de agua bendita. El olor del asfalto mojado llega a ser como una droga que adormece los sentidos y nos lleva de viaje a otros tiempos, a otros escenarios. Los libros se me estaban mojando al igual que las ganas de verte. Era tan curioso sentir que podía sentirte llegar, imaginando el minibús de algún color llamativo como los que se ven a diario en esta ciudad, trayéndote hacia mí.
Ya parado en medio de aquella plazuela, todo el mundo me miraba desde su escondite lejos de la lluvia, como si las gotas de agua fueran balas de guerra en pleno ataque militar. Imagino que temían enfermarse; yo carecía de tal temor porque ya estaba enfermo por tu ausencia. No obstante, me rehusaba a irme, sin importar el temporal. Mis pies estaban congelándose poco a poco, como si hubieran sabido que ya pasaban de las nueve de la noche y el frío era implacable y tenaz.
Cada minuto moría lentamente tras el anterior, y el anterior, y el anterior. La calle ya estaba más desierta que bar en Semana Santa. ¿Ya llegará? Me preguntaba una y otra vez. Sin embargo, la respuesta parecía tan obvia. No. No llegará. ¿Por qué atreverse a enfrentar el diluvio que acechaba la ciudad y mi corazón aquella noche de otoño?
Antes de irme, le dejé una nota por si algún día decidía aparecer. La nota estaba escrita en un papel que a mi puño y letra decía: "La eternidad que sentí al esperarte bajo la lluvia es la misma eternidad que me gustaría vivir a tu lado".
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