Paraje furtivo que atrae a cualquier cazador |
En lo más
recóndito de aquél baúl que se nutre de mis recuerdos a diario; en esas páginas
que, de seguro, ya forman uno de los libros más largos de la historia, ahí están
ellas: las mujeres.
Desde que
mi imaginativa mente cobraba vida, un pedazo de suave tela cubriendo los
manjares más dulces de una mujer se hace presente para siempre: la minifalda.
Las vi de diferentes colores y estilos, de diferentes “cortes”, con un
contenido diferente que me llevaba de la mano por las fantasías más salvajes
que puedo recordar. Y puntualizo, utilizando palabras de Arjona, que “no es
ninguna aberración sexual”.
Aquella
prenda seria y, al mismo tiempo, sensual en cada centímetro ha evolucionado al
pasar los años, desde su creación hasta el día de hoy. Al principio, la
minifalda representaba un escape femenino dentro de un mundo machista. A medida
de que el tiempo transcurría en silencio, aquel pedazo de tela cobraba vida
propia.
Dando un
paseo, otra vez, por entre mis memorias, recuerdo a Andrea. Una bella mujer que
ostentaba orgullosa unos 17 años, buen porte y excelentes medidas. Ella pertenecía a un grupo de amigos de barrio, allá por la silenciosa zona de Tembladerani, que solíamos reunirnos de vez en cuando para compartir anécdotas y crear muchas otras.
Andrea era lo mejor del 2002, una muchacha con carisma y muy buen humor. La
razón que me obliga a mencionarla trae un verosímil disfraz seductor. Andrea vestía una
hermosa minifalda de color noche, tacones altos y una atractiva armonía en su
caminar. Si no eran los lunes, los demás días nos alegraba el panorama con una
suave “mini” a cuadros azules y grises. La clara imagen de una colegiala en
minifalda.
Al año
siguiente de su graduación, me dediqué a identificar a aquella diva anual que
endulzaría mis ojos pardos a diario. Las picardías de jóvenes en colegios, aquellos muchachos
ansiosos por expandir su álbum visual se quedaban parados en las gradas
esperando ver subir esas minifaldas —que por cierto eran motivo de prejuico en
ese entonces.
Nunca me
había fascinado tanto con una minifalda como en los días que inicié mi vida de
oficinista. Cada día era mejor. Mis compañeras de trabajo hacían de mi estancia
ahí un completo placer. Las veía pasar desde mi escritorio, a otras las
visitaba en los recesos del café o simplemente al yo pasar por su área de
trabajo.
Alejandra,
con sus hermosos 25 años, me miraba al pasar. Un soborno a mi sonrisa: su
minifalda. Hablaba bonito y al escucharla no podía resistir la tentación de
bajar la mirada hacia ese furtivo paisaje pintado de piel. Jamás me gustó ser
muy obvio con la mirada y así me mantengo hasta ahora. Hay un borde invisible
entre el respeto mutuo al apreciar la belleza de una mujer y la vulgaridad
total.
Podría
afirmar que a lo largo de mi vida, desde que tengo uso de razón, existen seres seductores que, todo el tiempo, brindábanme una tentación dulce y adictiva: las mujeres. Hermosas dádivas del Creador
para cada Adán como yo; seres que con solo pasar en frente de nosotros iluminan
el horizonte. Ellas y sus minifaldas, su deseo intenso de sentirse amadas por
los ojos nuestros. Incomparable sensación que recorre milímetro
a milímetro nuestras venas, haciendo posible así nuestra efímera existencia.
"¡Ay!
Mujeres tan divinas; no queda otro camino que adorarlas", Vicente Fernández.
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