Era un día
cualquiera con etiqueta de domingo. El sol resplandecía en los cielos y aún no
sé porqué mi día fue tan negro como una noche de invierno. Sí, así joven era, había caído en
las manos traidoras y frías del licor. Excusas varias que brotaban de mi boca
a la hora de explicar todo lo que me había llevado a tomar copa tras copa hasta
perder el juicio. A veces decía que ésa era la vida de un músico, bohemio y
deprimido. Otras, decía que mis problemas no podían ser peores y que aquel
líquido transparente borraría cada huella, cada paso.
Si bien no
fue por mucho tiempo, el corto lapso que duró mi caída roía mi interior de la
manera más desgarradora. Con los pantalones cubiertos de tierra por las veces
que mi cuerpo sucumbió a la gravedad, caminaba lento por las calles de mi
querida Tembladerani. Un barrio solitario y silencioso que cobijaba a propios y
extraños. Ahí, cerca de la Avenida Jaimes
Freyre, me di cuenta que no podía caminar más y me senté sobre el cemento
recalentado por el astro rey. Había recorrido un largo trecho, calles extensas
y con un aroma a 10 de la mañana.
Horas previas a aquél helado momento, desperté en un bar muy cerca del Cementerio
General. Me vi sin un centavo para volver a casa, sin mi móvil en el bolsillo;
lo único que colgaba del pasador del pantalón eran mis llaves inertes hechas de metal.
Caminé y
caminé sin un rumbo establecido. Mi cuerpo reaccionaba automáticamente y cogía
velocidad. Un paso a la derecha y el otro, a cualquier parte. Mi apariencia
poco usual asustaba a todo aquel que se me acercaba involuntariamente. El
cabello sucio y largo que despedía un hedor a tabaco cubría mi rostro, mi piel
enrojecida por los golpes súbitos de cada vaso que llevaba en la mano, vaciando
su contenido en mi interior. Una delgada chamarra de cuero me había acompañado toda la
noche, sin desampararme un solo instante. Era difícil caminar con aquellas
botas. Me caía en algunas cuadras. Creo que mi brazo derecho realizaba una
limpieza de pared al caminar apoyado en ella.
Y así,
cuadra a cuadra, veía más cerca mi llegada a casa, a mi cama. Como no tenía ni
un centavo, me detenía de rato en rato en varias tiendas para pedir algo de
dinero que me ayude a estar a salvo en aquella jungla citadina repleta de
silencioso frío y pavimento. Obviamente, no tuve mucho éxito. En una carnicería me
dieron dos bolivianos; en una pensión sólo cincuenta centavos. El recorrido aún
no había concluido y cuadras más adelante, consigo reunir seis bolivianos.
Lloraba en cada paso que daba, no lograba comprender las artimañas con las que la vida
me había jugado sucio hasta ese instante. Yo era un muchacho normal, de clase media y
trabajadora. Con 17 años sobre la espalda, un número que sólo figuraba en mi
carné, ya que la vida me había dado el doble de años con golpes a sabor de experiencia.
Creo que
eran las 11 de la mañana cuando mi cerebro confabuló con mi tristeza y me hizo
desear una gota más de alcohol. Ya por llegar a la conocida Vivienda Obrera,
muy cerca del Estadio Bolívar, encontré una pequeña tienda, oscura en su
interior que era resguardada por una mujer mayor. Le pedí de inmediato me vendiera
un frasco de alcohol Guabirá y que además me regalase una bolsita rellena de
agua cruda. Conseguí alimentar aquel repentino deseo y seguir bebiendo.
No era
ningún indigente, pero aquel fatídico día conocí a gente que sí lo era. Ya
cerca del Mercado “Stronguer”, mi cansancio hace que repose en una banca de
madera que yacía solitaria en la puerta de una peluquería. Es entonces cuando
se aproxima un hombre mayor, de unos 70 años aproximadamente. Su cabello
pintado de gris cubrían las cicatrices que enmarcaban su rostro. De corta
estatura, aquel hombre decide acompañarme. Traía dentro de la manga izquierda
de su chamarra rota, una botella transparente de plástico. Extendió su brazo y
me alcanzó aquel líquido embotellado. No era alcohol, pero sabía horrible. Yo,
a modo de corresponder, le invité un sorbo de mi bolsa. Fue sorprendente su
reacción acompañada de las palabras “esto es agua, no más”.
Asustado,
no estaba. Me puse de pie y quise seguir bajando, pero este hombre me invita a
acompañarlo a su “casa”. Accedí. El viento soplaba y mi cabello huía hacia
atrás. Cada paso fue tan lento para mí, como si estuviera en dirección a mi
muerte. Llegué a la “casa” de aquel ser y me di cuenta que no tenía paredes ni
techo. Era un parque escondido detrás del mercado que contenía los peores
escenarios que jamás haya visto. Mujeres, hombres y hasta niños se encontraban
ahí. Al ir acercándome se reunieron alrededor y reconocían al visitante fugaz.
Un mundo
lleno de compañerismo utópico se abría delante de mí. No recuerdo sus nombres,
o mejor dicho, las “chapas” (apodos) de aquellos individuos olvidados por la
sociedad. Ese día toqué fondo. Ese domingo mi vida vería colores que jamás se
había imaginado ver. Bebí y bebí, ensuciando mi alma al mismo ritmo que mis brazos.
Fue triste la manera en que conocí aquel sub mundo.
Ya llegada
la noche, me fui. Caminé en silencio para que no notaran mi ausencia. Me aleje
cuadra a cuadra, llorando. Aquella noche llovió en la ciudad y en mi interior.
Ya en la puerta de mi casa, no pude coordinar mis movimientos y dejé caer mis
llaves. Dentro de todo aquel trágico día, sonríe, casi furtivamente, una luz intermitente que cegaba mis
ojos rojos e hinchados por mi desvelo. Mi madre. Abriendo la ventana, como
presintiendo que una parte de su ser estaba ahí abajo, necesitando ayuda, me
habló. Bajo a abrir aquella puerta metálica y ruidosa que me alejaba de mi
hogar. Lloré a caudales, tanto que hubo un diluvio en mis ojos al sentir el
abrazo de aquella mujer que me había dado la vida.
Comprendí
que uno no valora lo que tiene hasta que siente haber tocado fondo. No volví a
beber en meses, pero eso sí, ayudé a mucha gente que había sido devorada por la
sangre del mismo demonio: el alcohol. La vida tiene matices distintos que
necesitan de habilidades más grandes cada vez. El aprendizaje basado en la
experiencia talvez sea el que más duele, pero estoy seguro que es el que mejor
se valora.