Porque cada experiencia enriquece nuestro conocimiento;
y cada letra encierra una gota distinta del caudal de sentimientos que tiene un escritor.

domingo, 7 de octubre de 2012

MUNDO CICATRIZANTE


Era un día cualquiera con etiqueta de domingo. El sol resplandecía en los cielos y aún no sé porqué mi día fue tan negro como una noche de invierno. Sí, así joven era, había caído en las manos traidoras y frías del licor. Excusas varias que brotaban de mi boca a la hora de explicar todo lo que me había llevado a tomar copa tras copa hasta perder el juicio. A veces decía que ésa era la vida de un músico, bohemio y deprimido. Otras, decía que mis problemas no podían ser peores y que aquel líquido transparente borraría cada huella, cada paso.

Si bien no fue por mucho tiempo, el corto lapso que duró mi caída roía mi interior de la manera más desgarradora. Con los pantalones cubiertos de tierra por las veces que mi cuerpo sucumbió a la gravedad, caminaba lento por las calles de mi querida Tembladerani. Un barrio solitario y silencioso que cobijaba a propios y extraños. Ahí, cerca de la Avenida Jaimes Freyre, me di cuenta que no podía caminar más y me senté sobre el cemento recalentado por el astro rey. Había recorrido un largo trecho, calles extensas y con un aroma a 10 de la mañana. 

Horas previas a aquél helado momento, desperté en un bar muy cerca del Cementerio General. Me vi sin un centavo para volver a casa, sin mi móvil en el bolsillo; lo único que colgaba del pasador del pantalón eran mis llaves inertes hechas de metal.

Caminé y caminé sin un rumbo establecido. Mi cuerpo reaccionaba automáticamente y cogía velocidad. Un paso a la derecha y el otro, a cualquier parte. Mi apariencia poco usual asustaba a todo aquel que se me acercaba involuntariamente. El cabello sucio y largo que despedía un hedor a tabaco cubría mi rostro, mi piel enrojecida por los golpes súbitos de cada vaso que llevaba en la mano, vaciando su contenido en mi interior. Una delgada chamarra de cuero me había acompañado toda la noche, sin desampararme un solo instante. Era difícil caminar con aquellas botas. Me caía en algunas cuadras. Creo que mi brazo derecho realizaba una limpieza de pared al caminar apoyado en ella.

Y así, cuadra a cuadra, veía más cerca mi llegada a casa, a mi cama. Como no tenía ni un centavo, me detenía de rato en rato en varias tiendas para pedir algo de dinero que me ayude a estar a salvo en aquella jungla citadina repleta de silencioso frío y pavimento. Obviamente, no tuve mucho éxito. En una carnicería me dieron dos bolivianos; en una pensión sólo cincuenta centavos. El recorrido aún no había concluido y cuadras más adelante, consigo reunir seis bolivianos. Lloraba en cada paso que daba, no lograba comprender las artimañas con las que la vida me había jugado sucio hasta ese instante. Yo era un muchacho normal, de clase media y trabajadora. Con 17 años sobre la espalda, un número que sólo figuraba en mi carné, ya que la vida me había dado el doble de años con golpes a sabor de experiencia.
Creo que eran las 11 de la mañana cuando mi cerebro confabuló con mi tristeza y me hizo desear una gota más de alcohol. Ya por llegar a la conocida Vivienda Obrera, muy cerca del Estadio Bolívar, encontré una pequeña tienda, oscura en su interior que era resguardada por una mujer mayor. Le pedí de inmediato me vendiera un frasco de alcohol Guabirá y que además me regalase una bolsita rellena de agua cruda. Conseguí alimentar aquel repentino deseo y seguir bebiendo.

No era ningún indigente, pero aquel fatídico día conocí a gente que sí lo era. Ya cerca del Mercado “Stronguer”, mi cansancio hace que repose en una banca de madera que yacía solitaria en la puerta de una peluquería. Es entonces cuando se aproxima un hombre mayor, de unos 70 años aproximadamente. Su cabello pintado de gris cubrían las cicatrices que enmarcaban su rostro. De corta estatura, aquel hombre decide acompañarme. Traía dentro de la manga izquierda de su chamarra rota, una botella transparente de plástico. Extendió su brazo y me alcanzó aquel líquido embotellado. No era alcohol, pero sabía horrible. Yo, a modo de corresponder, le invité un sorbo de mi bolsa. Fue sorprendente su reacción acompañada de las palabras “esto es agua, no más”.

Asustado, no estaba. Me puse de pie y quise seguir bajando, pero este hombre me invita a acompañarlo a su “casa”. Accedí. El viento soplaba y mi cabello huía hacia atrás. Cada paso fue tan lento para mí, como si estuviera en dirección a mi muerte. Llegué a la “casa” de aquel ser y me di cuenta que no tenía paredes ni techo. Era un parque escondido detrás del mercado que contenía los peores escenarios que jamás haya visto. Mujeres, hombres y hasta niños se encontraban ahí. Al ir acercándome se reunieron alrededor y reconocían al visitante fugaz.

Un mundo lleno de compañerismo utópico se abría delante de mí. No recuerdo sus nombres, o mejor dicho, las “chapas” (apodos) de aquellos individuos olvidados por la sociedad. Ese día toqué fondo. Ese domingo mi vida vería colores que jamás se había imaginado ver. Bebí y bebí, ensuciando mi alma al mismo ritmo que mis brazos. Fue triste la manera en que conocí aquel sub mundo.

Ya llegada la noche, me fui. Caminé en silencio para que no notaran mi ausencia. Me aleje cuadra a cuadra, llorando. Aquella noche llovió en la ciudad y en mi interior. Ya en la puerta de mi casa, no pude coordinar mis movimientos y dejé caer mis llaves. Dentro de todo aquel trágico día, sonríe, casi furtivamente, una luz intermitente que cegaba mis ojos rojos e hinchados por mi desvelo. Mi madre. Abriendo la ventana, como presintiendo que una parte de su ser estaba ahí abajo, necesitando ayuda, me habló. Bajo a abrir aquella puerta metálica y ruidosa que me alejaba de mi hogar. Lloré a caudales, tanto que hubo un diluvio en mis ojos al sentir el abrazo de aquella mujer que me había dado la vida.

Comprendí que uno no valora lo que tiene hasta que siente haber tocado fondo. No volví a beber en meses, pero eso sí, ayudé a mucha gente que había sido devorada por la sangre del mismo demonio: el alcohol. La vida tiene matices distintos que necesitan de habilidades más grandes cada vez. El aprendizaje basado en la experiencia talvez sea el que más duele, pero estoy seguro que es el que mejor se valora.

sábado, 6 de octubre de 2012

REGALO DEL CREADOR PARA UN ADÁN COMO YO


Paraje furtivo que atrae a cualquier cazador
En lo más recóndito de aquél baúl que se nutre de mis recuerdos a diario; en esas páginas que, de seguro, ya forman uno de los libros más largos de la historia, ahí están ellas: las mujeres.

Desde que mi imaginativa mente cobraba vida, un pedazo de suave tela cubriendo los manjares más dulces de una mujer se hace presente para siempre: la minifalda. Las vi de diferentes colores y estilos, de diferentes “cortes”, con un contenido diferente que me llevaba de la mano por las fantasías más salvajes que puedo recordar. Y puntualizo, utilizando palabras de Arjona, que “no es ninguna aberración sexual”.

Aquella prenda seria y, al mismo tiempo, sensual en cada centímetro ha evolucionado al pasar los años, desde su creación hasta el día de hoy. Al principio, la minifalda representaba un escape femenino dentro de un mundo machista. A medida de que el tiempo transcurría en silencio, aquel pedazo de tela cobraba vida propia.

Dando un paseo, otra vez, por entre mis memorias, recuerdo a Andrea. Una bella mujer que ostentaba orgullosa unos 17 años, buen porte y excelentes medidas. Ella pertenecía a un grupo de amigos de barrio, allá por la silenciosa zona de Tembladerani, que solíamos reunirnos de vez en cuando para compartir anécdotas y crear muchas otras. Andrea era lo mejor del 2002, una muchacha con carisma y muy buen humor. La razón que me obliga a mencionarla trae un verosímil disfraz seductor. Andrea vestía una hermosa minifalda de color noche, tacones altos y una atractiva armonía en su caminar. Si no eran los lunes, los demás días nos alegraba el panorama con una suave “mini” a cuadros azules y grises. La clara imagen de una colegiala en minifalda.

Al año siguiente de su graduación, me dediqué a identificar a aquella diva anual que endulzaría mis ojos pardos a diario. Las picardías de jóvenes en colegios, aquellos muchachos ansiosos por expandir su álbum visual se quedaban parados en las gradas esperando ver subir esas minifaldas —que por cierto eran motivo de prejuico en ese entonces.

Nunca me había fascinado tanto con una minifalda como en los días que inicié mi vida de oficinista. Cada día era mejor. Mis compañeras de trabajo hacían de mi estancia ahí un completo placer. Las veía pasar desde mi escritorio, a otras las visitaba en los recesos del café o simplemente al yo pasar por su área de trabajo.

Alejandra, con sus hermosos 25 años, me miraba al pasar. Un soborno a mi sonrisa: su minifalda. Hablaba bonito y al escucharla no podía resistir la tentación de bajar la mirada hacia ese furtivo paisaje pintado de piel. Jamás me gustó ser muy obvio con la mirada y así me mantengo hasta ahora. Hay un borde invisible entre el respeto mutuo al apreciar la belleza de una mujer y la vulgaridad total.

Podría afirmar que a lo largo de mi vida, desde que tengo uso de razón, existen seres seductores que, todo el tiempo, brindábanme una tentación dulce y adictiva: las mujeres. Hermosas dádivas del Creador para cada Adán como yo; seres que con solo pasar en frente de nosotros iluminan el horizonte. Ellas y sus minifaldas, su deseo intenso de sentirse amadas por los ojos nuestros. Incomparable sensación que recorre milímetro a milímetro nuestras venas, haciendo posible así nuestra efímera existencia.

"¡Ay! Mujeres tan divinas; no queda otro camino que adorarlas", Vicente Fernández.