El frío y la piedad nunca entablaron relación perfecta. Las entrañas del mundo y de quienes lo habitamos preferimos a la segunda. Piedad que encarna el calor humano al estar vivo, mismo calor que viene acompañado del fuego, del sol, de tu alma. Al transcurrir nuestra vida vemos reflejado en la realidad el incomparable sentimiento que el estar frío significa. Estar frío, ser frío, mirar frío y sentir fríamente son matices que la historia y la física se han encargado de pintar de azul y negro. Negro como la noche. Estoy casi seguro que sólo a los noctámbulos como yo nos gusta disfrutar de ese aire frío que cala hondo en los huesos aún así sea verano. No es cuestión de las estaciones del año o de la ubicación; es cuestión de ausencia y de dolor.
¿Por qué los estereotipos se han encargado de pintar el negro de la noche con horror? Cada signo vital que puebla nuestros cuerpos sabe que el frío y la noche no son compañeros de viaje. Mientras más calor y luz de sol, más feliz el organismo podría estar. ¿Y es que acaso la noche es símbolo de maldad y oscuridad de espíritu? Si las mejores cosas se hacen de noche. El amor, por ejemplo. Sin embargo, estas líneas no son para hablar de la noche en sí. Sólo fue un preámbulo a Nyx, la diosa griega de la Noche. Diosa que en sus entrañas divinas engendró a Thánatos, la clara personificación de la muerte en la mitología griega.
Es así que la Noche y la Muerte se encuentran en un torcido concepto de amor entre los dos. La muerte asecha de noche, se apodera de los mortales secundada por la oscuridad ófrica y fría. Sin embargo, Thánatos encuentra formas aún más creativas de hacerse inolvidable y nunca pasar desapercibido. De noche o de día, aquí o allá, el dios de la muerte pasa factura.
Es inevitable aquella sensación de vacío al sentir el calor abandonar tu cuerpo. Yo lo sé. Lo sé y no por hablar —o escribir—, no por mero charlatán sin tener nada que contar. Lo sé porque de noche yo vi al hijo de Nyx llevarse la última chispa de calor que en mí resplandecía. Tenía, si mal no recuerdo, unos 18 años. La cabellera larga y el cuero negro en mis ropas simbolizaban que también quería ser un dios. Un dios de la noche, un dios inmortal que solo sienta frío al caminar. Pero iba a ocurrir algo que cambiaría mi vida por completo, iba a conocer a Thánatos.
Con tanta información y confusión en mi cabeza ya había reservado, inconscientemente, una cita con este mítico ser. Las artes oscuras —y vuelvo a puntualizar la parafernalia absorbente de la oscuridad y la noche— y yo ya teníamos cierto tiempo de conocernos. Había caminado senderos que nunca antes había imaginado, subido cuestas y bajado desfiladeros a pie. Quería conquistar algo que dibujaba por completo al antagonista de aquella muerte que tanto me seducía. El amor de mi vida —de aquella mi vida hasta entonces. ¿Cómo puede uno comprar amor vendiendo su alma? ¿Acaso debo sucumbir al frío de la noche eterna para poder vivir del calor que el amor “representaba”? No lo sabía a ciencia cierta. Sólo sabía que en una de esas noches yo quedaría atrapado y sólo un milagro podría salvarme.
Mi cita con Thánatos tuvo tinte moderno. Un colosal animal de acero que con sus cuatro ruedas girando a 1000 por hora me había mandado a las hambrientas fauces del león, a las once y media de aquella noche. Una ráfaga de luz había sido el inicio de mi oscuridad. Sentí que en alguna parte del universo alguien sufría sin siquiera verme. Por supuesto, debió, sin duda, ser mi madre. El golpe de aquella rauda embestida me había tumbado al suelo y destrozado una pierna, la clavícula derecha y algunas costillas. Bueno, eso fue lo que los médicos le dijeron a mi familia cuando vinieron a verme al hospital. Thánatos no tuvo piedad de mi alma y se la llevó a caminar por un par de horas. Me despojó de mi cuerpo terrenal y me mostró que el mundo no era tan lindo y caluroso como lo pintaban algunos. Creo que en algún momento de aquellas horas lo comprendí y hasta perdoné. Viajé y vi el dolor que mucha gente siente por culpa de otros que, sin permiso de la muerte, la infunden. Yo creo que ni Dalí lo hubiera pintado de manera tan extraordinaria como lo hicieron mis ojos aquella noche.
Algunas horas más tarde, aquel ser mitológico había decidido darme una segunda oportunidad más. Ese detalle que a la noche le faltaba: piedad. Cuando volví en sí, después de seis horas los médicos batallar por mi cuerpo terrenal, lo primero que vi fueron los ojos de mi madre. No podía contener el dolor ni la impotencia por derramar las pocas lágrimas que me quedaban. No sentía mi piel ni el calor en mi rostro.
¿Es la muerte el final del camino? o ¿simplemente el
inicio de una travesía constante y etérea, infinita?